Sentado en su gran trono de jaspe, el sabio mandarín Ewan Lu dirimía los pleitos de los hombres.
“Señor – dijo uno – yo soy un artista muy famoso. En todo el reino mi nombre es venerado. Ayer terminé de labrar una estatuilla de mármol preciosísima. De todas mis obras ésta era la mejor. La traía para entregarla al emperador, que la encargó, cuando este hombre tropezó conmigo e hizo que la estatuilla cayera de mis manos, rompiéndose en pedazos”.
“Es cierto lo que el artista dice – replicó el otro hombre –, sin querer lo hice perder su obra. Pero yo tenía un pequeño grillo en su jaula que me alegraba las noches con su canto, y en su cólera, ¡él me lo mató aplastándolo con el pie!
“Esta es mi sentencia – dijo el sabio mandarín –: El hombre pagará al artista diez monedas por la estatua. El artista pagará diez mil millones de monedas al hombre por su grillo”.
“¡Pero sabio señor! – clamó el artista –; ¡Mi estatua era un tesoro! ¡Qué vale en cambio el grillo de este hombre!”.
“Las obras de los hombres – dijo el sabio – los hombres las pueden reponer. ¿Quién puede, en cambio, volver a hacer una obra de Dios que alguien destruya? Tú mismo harás otra estatuilla, cien estatuillas más harás, pero ni tú ni el emperador, ni el más grande entre los hombres podrán hacer el grillo más pequeño”.
El artista como artista amaba la verdad. Supo entonces que el sabio decía la verdad. Y en adelante amó un poco menos las estatuas y un poco más a los grillos.
Lo que se refiere a este grillo lo podemos aplicar a los seres humanos, porque muchas veces cuidamos y damos más atención a una cosa que a una persona, por el simple hecho de que esa cosa nos agrada mucho, por ejemplo cuidar más el coche que a los hijos.
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