Era un martes por la mañana si mal no recuerdo y de pronto me vi ante una disyuntiva. Volteé hacia atrás y hacia adelante; a un lado, al otro; arriba, abajo. Corría o caminaba; paraba en seco, miraba el paso de los autos pero sin despegar mi vista de Juanito. No hallaba si ponerme a llorar o solicitar el apoyo del ejército, al fin y al cabo no estábamos tan lejos.
La verdad ¡Cuánto trabajo estaba costando cuidarlo! Mis baterías se agotaron en un “dos por tres” y las de Juanito, en cambio, parecían estar al cien.
Mi nieto apenas va a cumplir dos años, ¡pero es un diablillo!: Corre y brinca por todos lados; se sienta ya sea en la silla o en la banqueta, en el machuelo o en cualquier bote. Ríe, llora, grita, hace una y mil travesuras y no parece que pierda energías.
No sé cuántas veces me ha tocado cuidarlo. Trato de apoyar a mi hija quien se ha visto precisada a viajar muchas ocasiones a Tepic para atender a Erik, el menor de sus tres hijos, de apenas cuatro meses de nacido.
A veces vamos al área de neonatología del Hospital Central, pero también hemos acudido varias ocasiones al Centro Regional de Desarrollo Infantil – CEREDI – de la colonia Lázaro Cárdenas. No ha sido fácil cuidar a Juanito. Hay que vigilarlo permanentemente para protegerlo de cualquier travesura.
La otra vez, mientras esperábamos turno en el CEREDI, corrió hacia el área de juegos infantiles. Se subió a una “estramancia” y se deslizó como doscientas mil setecientas veintitrés veces por las resbaladillas. Quiso abrir las puertas de los consultorios, se metió a los baños, corrió por entre las sillas y, para que no siguiera perturbando el orden opté por sacarlo. “Con una caminada alrededor de la manzana seguro se va a poner en paz”, pensé.
Caminamos toda la cuadra, Juanito corría hacia adelante; luego se regresaba. Se escondía entre los árboles, bajó y subió 500 mil veces las rampas y el chiquillo como si nada. Nos pasamos a la manzana siguiente, le dimos siete vueltas y Juanito continuaba con las pilas llenas…
Después traté de entretenerlo con el celular. Nos metimos a la Explorer. Intenté dormirlo, pero nunca lo conseguí. En cambio, yo por poco y me quedo dormido, cansado, extenuado, totalmente rendido.
Y en el Hospital Central también ha ocurrido lo mismo. Las rampas las sube o las baja como si nada, muchas veces corriendo. Con sus manitas corta hojitas o las recoge del suelo y las arroja a la rejilla. Tengo que andar siempre tras él para que no cometa tantas travesuras. A veces corre hacia la calle y obviamente también me hace correr a mí.
La ocasión anterior y a pesar de que lo anduve vigilando se dio un tremendo zapotazo al bajar la rampa. A los pocos segundos le notamos un tremendo “chipotón” en la frente, además de ocasionarse una raspadura bajo su nariz.
Lloró, ¡Claro que lloró!; pero a los pocos minutos volvió a las andadas “chiroteando” por todos lados. Lo abracé, nos dirigimos hacia la calle y caminamos por entre los puestos. Llegamos a la esquina con la Calzada del Ejército y Juanito seguía cometiendo “diabluras”. Jalaba lo que encontraba a su paso: revistas, dulces, botes y botellas, pateaba las sillas, lo reprendí muchas veces, pero no lograba tranquilizarlo. Prácticamente me declaré incompetente.
A punto de soltar el llanto, pensé sentarme en la banqueta. Miré hacia el frente y reparé en las instalaciones de la treceava zona militar, “¿No será mejor pedir el apoyo del ejército?”, dije para mis adentros, pero me salvó la campana, pues para entonces ya se había desocupado mi hija.
Estas escenas se han repetido varias veces, pero creo que no me queda de otra, Hay que apechugar, dijera mi amigo Juan el llantero.
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