Victoria y Esteban celebraron sus bodas de diamante
Pensé que se trataba de un vendedor ocasional o de algún familiar. Pero no; al abrir la puerta me llevé tremenda sorpresa al tener frente a mi a un amigo de infancia, del que suponía se encontraba en Estados Unidos. “¡Quiúbule Chago!, ¡Pásale!, ¡Pásale!”, le dije. Santiago Hernández dio solamente tres pasos para entregarme una invitación. “¿Sabes? – me dijo – llevo prisa. Vine nada más a invitarte a las Bodas de Diamante de mis padres”… Fueron solamente unos segundos los que conversamos, pues luego prosiguió su camino por las encharcadas calles de Ahuacatlán.
Sentado en el vetusto sillón, empecé a leer la invitación, donde la pareja que conforman Esteban Hernández y Victoria Velasco, dan cuenta de la celebración por sus 60 años de matrimonio. Chago, el tercero de sus hijos, fue quien se encargó de entregárnosla.
Al instante llegaron en cascada aquellos lejanos años de mi infancia. Tiempos hermosos, épocas maravillosas, muy distantes de la era cibernética. Éramos entonces niños y familias normales, no robotizadas como ahora.
Los vecinos de la calle Abasolo, digamos, nos veíamos como una sola familia. Y ahí estaban los Varela y los Medina, Los Peña y los Balderas, los Solano y obviamente los Hernández; además, claro, los Rodríguez y nosotros los Nieves.
Chago y yo contemporáneos. Sus hermanos mayores y los míos también: Chico y Martín de la misa edad que La Ñe y que el Charro, mis consanguíneos. De ahí Lety; después Mario y Azucena, así como Maribel y Sonia, las menores del clan de los Hernández.
Jóvenes entonces, Victoria y Esteban habitaban una finca cercana a la ochavada de la calle Morelos. Nosotros vivíamos por ahí “enfrentito”. Su casa limpia y modesta. En medio del corral – si mal no recuerdo – estaba un guamúchil, dulce; y más al fondo, pegado al canal se encontraba un camichín.
Bajo ese árbol solíamos reunirnos la palomilla. Sus ramas nos servían a veces para encaramarnos a una soga y jugar a la liana, como si estuviésemos imitando a Tarzán, uno de los cuentos de moda.
Ahí acostumbrábamos también saborear las guayabas que cortábamos del monte, los mangos y arrayanes que robábamos del corral de con “el sordo”, o las naranjas “chichonas”, del huerto de María Cosío.
Era ese camichín el punto de reunión cuando salíamos de cacería. Pero no podíamos partir al monte sin la compañía de “El Coronel”, aquel perro de pelaje negro que con su fino olfato husmeaba a las ardillas. Subíamos y bajábamos sin dificultad el cerrito de la cueva, las higueras y el mezcalar, el coastecomate y los limones, las vigas y la peña del villar.
Ahí nos reuníamos a veces para encaminarnos hacia los trapiches, al de La Esperanza y a de San Martín, al de Los Mayates y al de Los Limones. Jugábamos entre el bagazo y nos íbamos al Cine Encanto. Las películas de El Santo y de Blue Demon eran nuestras preferidas.
Formados en la cultura del trabajo, Estéban Hernández y Victoria Velasco lograron transmitir ese espíritu hacendoso a sus hijos. Compartieron y siguen compartiendo penas y alegrías, como las ausencias periódicas de él, quien buscando mejores oportunidades de vida se internó por los Estados Unidos, mientras ella atendía a la familia… o como el lamentable fallecimiento de Mario el quinto de sus hijos.; y más recientemente el percance que sufrió Estéban por el rumbo del volcán El Ceboruco y que lo orilló a permanecer entre el monte dos o tres días, sin beber ni una gota de agua y sin probar alimentos.
Pero Esteban y Victoria han compartido momentos en extremo agradables, como la boda de sus hijos, el nacimiento y crecimiento de sus nietos y muchas otras cosas más.
Ellos están celebrando pues sus 60 años de vida matrimonial, es decir sus Bodas de Diamante. Seis décadas unidos, en la salud y en le enfermedad, en las alegrías y en las penas, y han convertido ese amor en un brillante de calidad incalculable. ¡FELICIDADESSSSSSS!!
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