Nacer, vivir, morir. Venir al mundo es un plan divino. ¡Cuánta felicidad causa al matrimonio la venida al mundo de un nuevo ser!, sobre todo en los casos en que ese nuevo ser es el primer hijo del matrimonio, atrae más la atención de los familiares.
Son nueve meses de espera, tiempo en que algunos casos o en muchos, las mujeres soportan las molestias de ese proceso de gestación con alegría. Los maridos le dan muy poca importancia a este suceso, tratan a su esposa, instrumento de Dios para procrear, como una máquina… una máquina para todo uso de su casa.
Afortunadamente algunas cosas han cambiado; pero en tiempos anteriores, nuestras queridas madres y abuelas estaban sujetas a toda orden del esposo. Era el amo, el señor, el esposo disponía de toda su persona, para eso era mujer.
Un amigo mío en su infancia, contaba en su familia con siete hermanos y él era el mayor, de condición muy pobre y de padre desobligado. Su mamá tenía que hacer trabajos en casas, como lavar y demás quehaceres, para medio sustentar a su prole.
Este amigo, de unos 10 años de edad se quedaba a cuidar a sus pequeños hermanos; tarea nada fácil para él. Pero a todas esas criaturas hilachentas, sucias, chorrientas, él las atendía con todo su amor de pequeño hermano mayor, como Dios le dio a entender.
Por la mañana muy temprano, su mamá salía a buscar la vida y él decía, tomando la oración a la Virgen: “Dulce madre, no te alejes, con tanto hermano no me dejes”. ¡Qué dulces palabras!, ¡Qué hermosa oración!; pero que tristeza producía en su mamá, quien lloraba al salir. Por eso lo acompañábamos en los ratos que teníamos libres, a ayudarle con sus siete hermanos.
Así vivió esa familia y así hay todavía por desgracia muchas familias en esas condiciones. En algunas cosas los tiempos han cambiado, pero en esto no. Así, nuestras queridas madrecitas tuvieron esa capacidad divina de enriquecer de familia nuestros hogares.
A cincuenta años de distancia, cuando traer al mundo el nuevo ser que amorosamente llevaba en su vientre, por la ignorancia de ser el que viéramos en estado interesante a nuestra mamá, que cubiertas con aquel desaparecido rebozo o con mantón, según su posición social, trataban de ocultar su abultado vientre.
Cuando nacía ese nuevo ser, nos decían a los pequeños que lo había traído la cigüeña o que se lo habían encontrado en la puerta de la calle, en un zanjón en un arroyo o en cualquier parte.
No querían que supiéramos la verdad, supuestamente para no despertar nuestra malicia. Sin lugar a duda que sin ser pecado así lo hacían parecer, por eso en lugar de tener consideración a nuestra madre, sentíamos coraje, más aún si había dificultades para mantener a otro niño más.
Para asistir a nuestra madre en el momento del nacimiento, había varias señoras a las que se les decía parteras, por lo que al verlas llegar a nuestra casa, sabíamos que algo iba a ocurrir, o sea que no se nos engañaba tan fácil.
Una de ellas era Doña Chole Andrade. Cuando llegaba a la casa, a los niños los mandaban a jugar a la calle. Otra era Doña Úrsula Robles, que acompañada de una vecina y otra más que estaban acompañando a la dama que esperaba el momento, hacía todo el trabajo.
Doña Herminia Quesada, que llegaba a aquella casa apresurándola para asistir a la paciente; y por supuesto Doña María Arreola, cuyo oficio lo aprendió justamente bajo las enseñanzas de su esposo, el Doctor Del Toro. Todas ellas cobraban cinco o diez pesos por asistir al alumbramiento.
Así, sin médicos especialistas como parteros, estas señoras hacían bien su trabajo y las más de las veces todo salía bien; aunque muchas mujeres dieron su vida al momento del parto, por falta de una atención adecuada.
Ya por los años cincuenta, estaba el doctor Chuy Espinosa y el doctor Zuno; luego vendrían el doctor Topete y el doctor José Luís Gutiérrez, Eugenio Robles, etc., etc… Algunos de ellos a veces no cobraban por sus servicios anteponiendo su espíritu humanista y de altruismo… ¡Ellos eran los que daban salud anteriormente!… en el Ahuacatlán de ayer.
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