Los últimos cuatro meses he conocido un sin fin de corredores: los solidarios y empáticos, los fantoches y envidiosos, los obsesivos y estresados en la carrera contra el inevitable paso del tiempo, los de ocasión y los comprometidos consigo mismos.
Aun no sé si por tener esta única experiencia pueda llamarme “corredora” pero el título es poco relevante pues la espontaneidad nos salva cuando las iniciativas surgen sin la típica concepción occidental moderna.
Desde temprana edad me he preguntado el origen de las cosas, las razones y causas de este mundo “loco” y deshumanizado que retroalimentamos consensualmente en lo cotidiano con cada una de nuestras acciones. Así he descubierto latentes motivaciones detrás de las razones: miedos, ego, moda, competencia antideportiva, los menos, por motivos elevados y sublimes o gusto y satisfacción personal.
Para mi es, sin duda, un acto de amor (a sí mismo) pues no se fundamenta en dinero ni intercambios materiales, tan sólo requiere; consciencia, entrega, constancia y tiempo, también, silencio para que sea escuchada la melodiosa sinfonía de las endorfinas recorriendo el cuero cabelludo y el cerebro hasta hacer cosquillear los dedos de los pies, al tiempo que el viento sacude la copa de los árboles, el sol brilla, las aves cantan, el mundo gira y el corazón late al ritmo que sólo un enamorado podría alcanzar… en medio de esa escena; cuerpo, cerebro, corazón y espíritu se reencuentran en alianza iluminando nuestros mundos: interior y exterior, provocando el mejor logro: mirarlo todo con otros ojos, sin falsedades.
Los beneficios obtenidos son muchos más de lo dado en cada día, entonces, correr dista mucho de la meta, los atuendos, los cronómetros, brújulas y marcapasos que insisten en uniformar con fines lucrativos un deporte que nació libre.
Pero sobre todo, correr es un viaje individual sin retorno, con el paso siguiente, ese que de ser dado nos llevará hasta lo desconocido.
Y tú ¿darías el paso?
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